Esa pelota escapando por el alambrado sublevó algo en lo más hondo de mi pecho. La exaltación también escapaba incontenible por una ventana de mis impulsos. Le pedí al chofer del auto que se detuviera. Abrí la puerta y salí corriendo dejándola entreabierta, sin pensar en mis pertenencias, sin dar explicaciones, con la urgencia de las fieras, como si se hubiera abierto una jaula, como si fuera a encontrarme con esa novia a quien quise besar en tantas noches eternas. Soñaba con ella y soñaba con goles; la llamaba a ella y llamaba a los goles; la imaginaba a ella e imaginaba cómo la curva perfecta de la pelota engañaba al arquero y se encontraba con la red como en un abrazo apretado de esos que no se quieren soltar. En esa maraña de entonces y ahora, me encontré corriendo entre los adoquines oscuros de la marginada calle Azopardo, en los suburbios de una canchita bajo la autopista, pero en un epicentro de mi historia. De resfilón ví a los muchachos agarrándose del alambrado como presos a los que se les acaba de ir la libertad aún más lejos. La libertad picaba redonda para mi lado de la vida. En la corrida que me llevaba, ya escuchaba mi corazón, ya aflojaba mi corbata, ya olvidaba la oficina, ya sentía la combustión del sudor. Corría hacia la pelota, corría hacia atrás en el tiempo. Volvía. Despertaba esa fibra genuina que sabe antes de que uno sepa, cuál es el camino que nos pertenece. “Si dudás, no es el camino”, me decía mi abuelo al explicar cómo habla cuando habla la intuición. Por qué lo había olvidado durante tanto tiempo. En el reproche entreví que algo en mí dejaba de estar entumecido y no eran sólo mis piernas selváticas alargándose sobre ese ajedrez rústico del casco viejo. Dos hilos de lágrimas fugitivas se deslizaban en mi cara con el viento, y nada me paraba. Pensaba en ella, como si pudiera contarle mi hazaña, como si pudiera volver a sus brazos como en aquéllas noches, como si algo grande se estuviera jugando en esas zancadas. Empecé a reir a carcajadas, sentí crujir el pantalón del ambo y lo rasgué en el estirón final… y la toqué y me entendió y acompañó y se volvió y la llevé y me guió y rebotó y la piqué y la seguí y volví a pegarle con un zapatazo lustrado que salió de la memoria intacta de tantos potreros. De la cintura la hubiera llevado a ella también. Miré al cielo, con la vista seguí el viaje perfecto de esa bola que me dejaba y sin perderle mirada, escuché el festejo por su vuelta a la cancha, mientras volvía a perderla yo. Caí sentado, ya pobre sin ella, sin nada, sobre el abismal cordón de la vereda. Llorando y con la cabeza entre las piernas, temblando, entendí quién era. Era yo. Había vuelto a mí. Cualquier cosa que pasara de ahí en más, sabría, de nuevo, sin dudas, cómo avisa el corazón, de qué se trata el amor verdadero.
Por cristinaperez
Publicado octubre 11, 2011
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