Por Marcelo Larraquy
No soy un buen corredor. No me gustan los trabajos técnicos para aprender a correr. Los practico y no me salen bien. Me aburren los ejercicios de elongación. Trato de evitarlos. Tengo un pie torcido y piso mal. Desde hace tiempo, tengo pendientes estudios biomecánicos. La única vez que visité a la nutricionista, no atendí sus recomendaciones. Tampoco soy un tipo orgánico en los entrenamientos. Respeto la pauta que se ordena en los grupos de corredores de Luis Migueles, pero en los trabajos individuales mi protocolo es la improvisación. Salgo a correr 10 km y tiro 17. Altero el orden de la rutina en el gimnasio. Voy a nadar y después hago velocidad. Debería ser al revés.
Sumergido en esa amplitud o arbitrariedad de procedimientos, valoro el hecho de correr como un acto de libertad. Y lo hago con responsabilidad y disciplina. Preparo las carreras con cuatro o cinco meses de anticipación, me propongo objetivos en principio fuera de mi alcance, pero necesito tener algo en mente que parezca imposible. Tener una motivación. Armar un escenario. Y, lo más importante, o lo que considero más importante, es que quiero ser un corredor. De calle o de montaña. Me da lo mismo. Tengo esa voluntad. Ese deseo. Bien o mal, trabajo para eso.
Admiro y respeto a la gente que corre. Les admiro los madrugones, el cuidado en las comidas, el cumplimiento de los detalles previos a las carreras; la tensión, los antecedentes, las epopeyas, las decepciones, las recuperaciones, los viajes, todas las conversaciones que envuelven a personas que acaban de conocerse pero tienen un sueño en común. Correr. Sueñan que corren hasta cuando duermen. Sueñan con carreras en montañas, en playas, en desiertos, en cualquier calle. Y se imaginan corriendo. Y, después, cuando tienen que poner el cuerpo en la carrera, tiran para adelante; ya sea contra el viento, bancando la lluvia, la nieve o el calor. No interesa el obstáculo. Al contrario: les sirve para ponerse a prueba. Aprietan los puños y piensan en que tienen que seguir. Después irán viendo cómo. Pero siempre para adelante. Son corredores. Gente que se toma en serio lo que corre. La vida les está ofreciendo una oportunidad, la primera o la segunda. No sobran muchas más. Por lo general, ya no tienen 20 años, cuando hacían lo que querían. Ahora hacen lo que pueden. Pero supongo que pueden más que antes.
Ahí está la corredora norteamericana Diane Van Deren haciendo trámites en el mostrador del aeropuerto de Salta. Vino a correr el primer ultramaratón de montaña en la Argentina. Hace un tiempo, le extrajeron parte del cerebro para superar sus ataques de epilepsia; tenía hasta cinco episodios por semana. Le quedaron secuelas. Perdió vuelos, olvidó gente y a menudo se pierde mientras corre y no sabe para dónde va. Y sigue corriendo hasta encontrar un punto de referencia. Van Deren tiene 52 años. Corrió una carrera en el Artico de casi 700 kilómetros, a 40° bajo cero. Ahí está ahora, al lado, Tracy Garneau, 42 años, canadiense, otra máquina del ultramaratonismo. La ves y parece frágil: es delgada y pequeña como cualquier chica. Casi no tiene músculos. Pero tirala a una ruta, a una montaña: es la imagen de la resistencia, de la fortaleza humana. Garneau entrena cinco horas y después desayuna. Corrió en el Amazonas durante seis días y clavó 19 horas en carreras de 160 kilómetros. No me quiero perder una foto con ellas.
Hay distintas maneras de correr. Depende de la distancia. En una 10K o un medio maratón, se corre más concentrado. Se larga con la voracidad de una fiera a la que le abren la jaula con un objetivo muy definido: meter una marca que te enorgullezca. Son carreras un poco tensas. La 42K, en cambio, es un viaje más largo. Se permiten algunas licencias, descansar más la cabeza en algunos recuerdos. Se corre con un poco más de poesía, es algo más artístico, diría, al menos hasta el kilómetro 30. Después, hay que aguantar lo que viene.
La North Face de Salta era mi primera experiencia en carreras de montaña; pese a ello, no tomé las precauciones necesarias. Ni siquiera revisé el reglamento. Pensé que podía ser como una 42K de calle -ya había corrido cuatro- pero un poco más rigurosa. Y que, en vez de cuatro horas, me tomaría siete. La noche anterior me mostraron un mapa y entendí que iba a ser una carrera más larga.
Partimos desde un regimiento militar a las 8.30 de la mañana. Me propuse correr los primeros kilómetros como si no fuera yo. Como si no estuviera. Mi objetivo fue descansar mientras corría y preservarme para el momento clave. Si en un maratón de calle la historia se escribe a partir del kilómetro 30, en esta carrera calculaba que el desafío empezaría en el kilómetro 36, cuando bajáramos de la montaña y quedara un resto no despreciable hasta completar 50 km. Esa era la carrera que tenía correr.
Hasta el kilómetro 19, cuando comenzaba el ascenso a la montaña, no recuerdo nada significativo. No quiero exagerar: sólo poner en evidencia que yo no estaba. Los completé en dos horas y media. Recorrimos un camino vecinal, de tierra; después, campo traviesa, subidas más o menos leves, pastizales, había que estar atento a los pozos, pero no mucho más que eso. Escuché conversaciones (chicas que se alentaban: "No aflojemos, ¿sabés lo sólidas que vamos a estar de glúteos después de esto?" ), era un día espléndido, abierto, seco. Después, hicimos ruta, siempre tirando para arriba, en forma moderada, pero para arriba, hasta la quebrada de San Lorenzo, el kilómetro 19, donde se iniciaba la montaña. Una sopa de arroz bebida al paso, recarga de energías, cereales, frutas, agua, todo a la mochila. Después, un bosque espeso que te tapa el cielo, la compañía del ruido de un arroyo sereno, y correr lo poco que se podía, alternando la cuesta con caminatas pesadas, los cuádriceps y gemelos cada vez más calientes, y una nota pintoresca: algún baqueano a caballo o una moto enduro que descendía por el sendero apretado. Un trabajo exigente pero agradable. ¿Un grado 15 de subida en cinta de gimnasio? Algo así.
Me tomó casi dos horas más ascender los 9 kilómetros hasta montar el lomo del cerro. Allí estaba la gloria del paisaje, a 2.600 metros de altura, con el cielo celeste y abierto, el sendero fino, el precipicio, un equipo con camilla para rescatarte si derrapabas. Pero se podía correr. Hacía bastante calor, es cierto: 27/28 grados. Sentía bastante la transpiración. Una chica que me vio mal de aspecto me ofreció una aceituna. Y luego nueces. Y los dos chicos que la acompañaban me ofrecieron un antiinflamatorio en aerosol para las piernas, por si lo necesitaba. No estaba bien pertrechado. Solidaridad de montaña.
Inicié el descenso a las 3 de la tarde. Llevaba 6 horas y media de carrera y me internaba otra vez en el bosque. De repente, sin darme cuenta, me encontré solo. Fue un recorrido largo, por un sendero estrecho, con la tierra húmeda y resbaladiza. Hasta que tropecé con un muchacho de la organización, con un radio transmisor y un caballo, dedicado a supervisar el paso de los competidores. Yo era el número 250 sobre los 300 que habían largado los 50 km. Me comentó que hacía un minuto habían pasado dos muchachos y una chica. Supuse que de un momento a otro los alcanzaría. Incluso, de a ratos escuchaba sus voces que llegaban desde abajo, e imaginaba verlos después de la próxima curva o cuando el bosque se abriera un poco. Pero pasaban los minutos y las voces desaparecían. En el silencio de la montaña sólo escuchaba mi respiración.
Me entretuve con mis tobillos. Veía cómo se movían, cambiaban de posición de una pisada a la otra, con una rapidez por momentos inmanejable, que casi me impedía mantenerme en pie; me sentía feliz en el vértigo del descenso, aunque sabía que estaba en estado de riesgo, de incertidumbre, y que un resbalón me podía hacer rodar hacia abajo. Todo lo que no sabía de la montaña, me lo enteraba en ese momento. Pero no era una alegría completa. Ya cargaba una herida. Había chocado las dos uñas de los dedos gordos de los pies con piedras -choque frontal- y, cuando la inclinación las apretaba en la punta de la zapatilla, me provocaban una molestia constante.
Lo notable es que al focalizar el problema en los pies, no prestaba atención al desgaste muscular. Además, la montaña obliga a bajar como sea, no admite detenciones, y a diferencia de la calle, el dolor no se transforma en temor. Al contrario: te obliga a no distraerte y a pensar en cómo afrontar los peligros de un descenso bastante técnico, dada mi inexperiencia. Era mi primera vez. Aun con los riesgos, que no desdeñaba, estaba viviendo un gran momento. Lamentaba únicamente que en el descenso me había quedado solo.
Del calor que disfrutaba en el lomo del cerro, la temperatura se redujo al menos 10° en el interior de la foresta. Corría con campera. Cada tanto, volvía el eco lejano, un murmullito apenas audible del grupo en que estaba la chica que me había convidado la aceituna. Me preguntaba dónde estaría la bioquímica con la que había largado la carrera y que perdí mientras tomaba la sopa de arroz; la chica de Devoto, compañera del ascenso, que se había entrenado por las subidas y bajadas de la colectora de Autopista del Oeste; la que me recomendó que pisara con toda la planta del pie en la trepada, porque si no, iba a "cortar" gemelos; el flaco, salteño, que me relataba desde un metro abajo cómo el ejército realista había avanzado sobre la misma quebrada que nosotros para matar a Martín Güemes, y la historia del indio que les hizo de guía para sorprenderlo en la casa de su hermana, al lado de la catedral de la ciudad de Salta, en 1821.
¿Dónde estaban? Al cabo de dos horas de trajinar en la soledad del bosque, la montaña se hizo más abierta, con descensos más pronunciados. Hubo un acontecimiento: vi a dos personas en forma simultánea. Un lugareño, fuera de la carrera, sentado, mirando el valle. Y más lejos, a 200 metros, un corredor que bajaba por la ladera ayudado de un palo. Me propuse darle alcance, pero las uñas me obligaban a colocar los pies de costado para los descensos más abruptos. Di con el competidor en una zona de chacras, casi llegando al llano, mientras nos cruzábamos con toros, cabras y cerdos. Apenas le dije "hola" y continué corriendo. No sé si por cansancio o porque se estaba haciendo bastante tarde, pero había perdido interés en hacer cualquier tipo de comentario.
Llegué al puesto del kilómetro 36 a las 17.30. En resumen: había tardado cinco horas en subir y bajar los 2.600 metros de la quebrada de San Lorenzo. Volví a tomar la sopa de arroz, a recargar calorías. Era el momento en que supuestamente iba a poner a prueba mi voluntad y mi temple para librar el combate verdadero. O por lo menos eso me había prometido hacía 9 horas. Acá empezaba el desafío.
Pero a poco de retomar el trote en un camino abierto, largo y pedregoso, sentí que estaba fuera de carrera. Me decepcionaba ver grupos de chicos en bicicleta, un partido de rugby en un club, el polvo detrás de las ruedas de una camioneta. No encontraba indicios de la competencia en ningún lugar donde mirara. O me había equivocado de recorrido o correr era una ficción en la que el único que creía era yo. Pregunté a algunas personas si habían visto gente correr y las respuestas eran imprecisas o negativas. Naufragué por lo menos media hora en la perplejidad hasta que un policía me interiorizó del asunto: la carrera existía, aunque él hacía rato que no veía pasar a nadie.
Seguí corriendo aunque moralmente estaba fuera de competencia. Me acordé del kilómetro 38 en Nueva York, entrando en el Central Park, con miles de personas aclamando desde las vallas a los corredores. Justo hacía seis meses. Ahora, estaba trotando en cámara lenta en el polvo de un camino de tierra, y pronto me internaría en el curso de un arroyo seco, saltando con lupa piedra tras piedra, para que las uñas no me castigaran.
No estaba de ánimo. Algo no estaba funcionando. Se lo comenté a un muchacho de 30 años, al que jamás había visto antes y tenía un ritmo y una condición atlética razonablemente superior a la mía. Para asociarlo en mi mal humor, le dije que estábamos haciendo un tiempo de mierda. "Debemos ser los últimos...", agregué con una mala onda a prueba de balas.
Como muchos de los corredores de mi magro nivel, en algún momento de las carreras me interno en situaciones de angustia o tristeza, ya sea por el esfuerzo, las lesiones o marcas debajo de las expectativas, como usualmente es mi caso. El muchacho, en cambio, fue optimista. "No, atrás hay una banda todavía..."
Enseguida lo supe: él estaba corriendo el 80K, y aunque había iniciado la carrera dos horas antes, llevaba cosechados 30 kilómetros más que yo.
Volvimos a avanzar hacia arriba, sobre una lomada, otra vez el ascenso moderado sobre los pastizales, la atención a los pozos y a los tobillos. Hasta que él dijo: "Acá ya no se puede correr más". Y me pareció un buen consejo. Tenía todo para ganar si le seguía el ritmo y traté de que no se me escapara más allá de 30 metros. Cumplí el plan hasta el puesto del kilómetro 45. Llegué con bastante frío y estaba transpirado. Tomé al paso un mate cocido, comí una banana y cargué barras de cereales, pero la mínima demora me hizo perder la guía del maestro. Retomé el tranco de forma respetable, pero jamás volví a encontrarlo.
Cada tanto, aparecían uno o dos competidores de 80K: algunos corrían y otros no, pero todos estaban aparentemente enteros y tenían un paso devastador que yo no podía sostener. Desaparecían para siempre después de cada curva.
Ya tenía la noche encima y las manos hinchadas por el frío. Me empezó a preocupar que no viera el recorrido: no podía seguir con facilidad las pequeñas cintas blancas colocadas cada 30 o 40 metros, que lo iban delineando. La marcha a ciegas me quitaba seguridad en el paso. Había muchos desniveles, cambios abruptos en la traza. Sabía que era una noche fantástica, estrellada, pero no estaba en condiciones de apreciarla. Me puse como objetivo no desprenderme de los competidores que pasaran con linternas enganchadas en la cabeza para que me ayudaran a ver el camino. Creo que fueron tres o cuatro. Pero se me fueron a los 200 o 300 metros.
Estaba perdiendo fuerzas y, por sobre todo, la oscuridad me impedía pensar bien. Esta parte de la batalla, que yo asumía vital para la carrera, se la estaba llevando el miedo. Y aunque me daba cierta esperanza el resplandor de las luces del alumbrado público allá a lo lejos, no se me ocurría pensar cómo iba a zafar esta vez. No sabía dónde estaba ni qué hora era. Si dejaba de ver las cintitas blancas, estaría definitivamente perdido.
La curiosidad terminó por salvarme. Tomé el celular de la mochila. Eran las siete y media. Lo vi en la luminosidad de la pantalla. El resto de la carrera fui guiado por esa tenue luz, con el aparato en la mano. Me daba confianza para abrirme el camino. La diferencia era abismal. Sentía que estaba descubriendo el mundo a cada paso. Y después empecé a ver más nítidas las luces de la ciudad. Y a escuchar la música que subía desde abajo. Recuerdo una canción de Juan Luis Guerra que siempre me había atormentado y que ahora resultaba una bendición. Sentía que ya estaba. ¿Qué faltaría? ¿Un kilómetro? Pensé en la alegría que me produciría llegar a la meta. Aún con la fatiga en las piernas, con la noche y la incertidumbre que me habían aplastado, con las once horas y media de carrera que cargaba encima, había logrado superar el desafío. Ya estaba moralmente dentro de la carrera. Y me estaba convirtiendo en un ultramaratonista. Algunas semanas antes, todo esto me parecía una locura. El escenario que había creado ya estaba enfrente de mí. Sonreí para adentro. Eran las 8 de la noche, cinco minutos después, estaba en un taxi, con una medallita colgada, pensando en una ducha y en dónde podría correr la próxima vez.