Comenzó siendo una invitación, a la
que acepte a una remada que consideraba insignificante, una mas, del montón,
sin saber con lo que me iba a encontrar.
Nos ubicábamos alrededor de 700 mts del
destino buscado, sobre un arroyo acaudalado con un kayak de color verde para
dos personas. Diego y Yo.
Costo llegar, dado que la corriente era intensa.
Minutos
después, salpicados por la misma agua que corría por la pala del kayak sentí
que había tenido sentido llegar hasta allí.
La noche adornada con estrellas y
la luna menguando nos miraba desde el cielo reflejándose en el río, plateada
como siempre y dando demasiada, pero a la vez, escasa luz necesaria para
observar la costa, las copas de los árboles, las casas.
Detenidos en el mismo lugar por la lucha de fuerzas entre la marea hacia un
lado y el viento hacia el otro pelando para trasladarnos de un lado a otro sin
poder llegar a su cometido.
Las boyas, trazando el camino que deben seguirlos barcos de gran calado, iluminadose en parpadeos en rojo, verde,
rojo- rojo, verde (interminable).
De fondo la música aportada por grillos y las
olas golpeando entre si .
Detrás, un lugareño pescando en un precario muelle,
dejando pasar su tiempo, fumando.
Pienso: que pequeños somos, cuanta
inmensidad.
No mas de 7 minutos, flotando, pensando, reteniendo, para luego
volver al arroyo.